El corazón de la ciudad late casi con vida propia. Los rascacielos, como monumentos contemporáneos, se yerguen con orgullo sobre la abrumadora multitud, y quienes forman parte de ella caminan velozmente hacia toda dirección. Son distintos los motivos que traen a cada quién a su debido rincón. Unos se sumergen en la boca del metro. Otros, apresurados, corren hasta llegar a sus oficinas, donde el tiempo se les escurre entre los grilletes que los mantienen presos hasta que su jornada se puede dar por finalizada.
Esa esquina en la que aquel joven guitarrista se deja llevar por su voz, fue también la cuna de algún otro músico hace centenares de años. El cielo grisáceo que cubre el lugar, un día desplegó su manto turquesa sobre lo que antaño era campo. De igual manera, serán las calles las únicas que presenciarán un futuro poblado por caras, voces y edificios inéditos, en busca siempre de la nueva modernidad. Porque el cambio no es más que esa constante ineludible que, como unas manos sobre un torno, modelan nuestra realidad.