Hacía ya muchos años que Margarita no visitaba su hogar. Cuando introdujo la llave en la cerradura de aquella añeja puerta, dudó un par de segundos antes de entrar y abrirse paso en su interior. El olor a humedad la transportó de nuevo a su infancia y posteriormente, a su juventud. Examinó un poco la entrada principal antes de adentrarse en la casa en la que habitó durante gran parte de su vida.
Allí dentro apenas se escuchaba un ruido, tan solo las gotas que regularmente caían de una mancha húmeda que había en el techo. Sin embargo, según avanzaba por el pasillo y miraba los polvorientos marcos de fotos que colgaban de la pared, a Margarita le pareció oír las risas que alguna vez compartió con sus hermanas en aquel mismo lugar. Actualmente ni siquiera hablaban, las herencias dañan muchas relaciones. Pero eso en aquellos momentos no importaba; preferían correr, jugar al escondite, a la comba en el jardín… y si alguna vez se herían las rodillas, la abuela Gloria no tardaría en vendarles la herida y darles un beso en la mejilla para calmarlas. Jugaban a ser mayores en su cocinita de juguete, la cual ahora no era más que la vivienda de un par de arañas, a juzgar por la suciedad que se había acumulado a lo largo de los años. A Margarita le resultó un poco complicado pasar al jardín, pues la cristalera entreabierta estaba oxidada y las plantas crecieron sin orden alguno. Las flores se habían salido de las macetas que tan bien eran cuidadas, y la pequeña escultura que decoraba la fuente estaba partida en dos. Cuando pasó a la cocina, se percató de la cantidad de años que la separaban de aquel entonces, cuando los manteles de croché y las hornillas eran algo de lo que presumir. Aún había platos en el escurridero, era como si alguien hubiera pulsado un botón que detuviese el tiempo en aquella habitación. Por desgracia, para los de fuera siguió transcurriendo el tiempo, culpable de arrebatarle a Margarita las personas a las que más amaba. Ahora ella tenía hijos, se había casado e incluso divorciado, pero lo importante es que de alguna manera, era feliz. Había hecho un largo viaje para llegar hasta allí, pidió días libres en el trabajo al que estaba encadenada y dejó a los niños con su mejor amiga. Todo por volver

a su antigua habitación y recuperar alguna de sus pertenencias, ya que lo más probable era que la casa fuese demolida en poco tiempo para vender su solar después. Margarita sabe que sus recuerdos no quedarán igual de destruídos que su antiguo hogar, pero prefería prevenirlo llevándose alguna de sus cosas.
Cuando quiso entrar en su cuarto, le costó abrir la puerta; el calor la había dilatado. Había fotos color sepia sobre su vieja mesita de noche y algún que otro póster arrugado sobre el suelo de granito. Pero lo más importante permanecía aún en la habitación, en el mismo lugar en el que la dejó cuando se independizó. Su muñeca favorita, a la que con once años le contaba todo. La muñeca con la que dormía todas las noches. La que fue su mejor amiga durante toda su infancia, la más fiel. Su nombre era Holy, lo había enterrado entre recuerdos irrelevantes inconscientemente. Le pareció cruel que las personas olvidasen de ese modo las cosas que tanta importancia tuvieron alguna vez.
Margarita soltó su bolso y se sentó sobre el áspero edredón de flores que cubría su antigua cama. Ahora, acostumbrada a los colchones viscoelásticos, le sorprendió el hecho de que durmiera tantos años allí sin desarrollar problemas de espalda.
Primero observó bien a Holy, luego, la agarró con delicadeza y le limpió el polvo de la cara de porcelana con la manga de su chaqueta. Su mirada hizo que Margarita volviera a sentirse como una niña inocente. Algo se le agitó en el pecho, y sin saber muy bien la razón, Margarita rompió a llorar. Mientras lloraba, se dio cuenta de que lo hacía por lo ocurrido a lo largo de los años en los que ella no estuvo allí. Lloraba por su abuela, el ser más benévolo que jamás había conocido. Lloraba por sus hermanas, con las que hacía meses que no hablaba. Lloraba por las cartas de amor que escondía en su cajón. Lloraba por las melodías que componía en el piano de pared, ahora desafinado y casi derruido en el salón. Lloraba por las veces que había desobedecido a su madre, y las pocas que pidió perdón. Lloraba por eso y más, porque su vida había sido como la de cualquier otra persona, y su historia, con mucha

suerte, sería recordada únicamente por aquellos curiosos que decidieran abrir su álbum de fotos. No se dio cuenta hasta ese momento de lo mucho que extrañaba ser una niña, y sufría por sus hijos, que pronto lo harán también.
Ya es momento de volver a casa. Ha anochecido y el pueblo ya no es como antes. Margarita subió a su coche e introdujo la llave para arrancar, solo que esta vez no entraba, sino que se alejaba del edificio al que alguna vez llamó hogar. Llevaba a Holy y un par de fotografías en el asiento del copiloto. No quiso mirar atrás, no lo necesitaba. Aún le quedaba un futuro por descubrir.