A menudo, la filosofía es percibida como ese camino espléndido entre la ignorancia y la sabiduría, como ese “arte” de cuestionarlo todo a nuestro alrededor y, sobre todo, a nosotros mismos. Sin embargo, el sendero a recorrer está repleto de obstáculos, en su mayoría insuperables. Cuando decidimos sumergirnos en el mundo de la reflexión y la argumentación, nos vemos obligados a hacer frente a las tantísimas preguntas que surgen: ¿Quién soy? ¿De dónde vengo? ¿Qué es la realidad? ¿Y la verdad? El mero hecho de tratar de buscar una respuesta a cualquiera de ellas ya les cede el poder de despojarnos de nuestras creencias más arraigadas, provocando crisis existenciales que, por consiguiente, causen tristeza. Se dice que la filosofía abre ojos, pues durante el camino, a veces descubrimos que nuestras convicciones previas eran solo simples ilusiones, construcciones humanas que no se sostienen frente al escrutinio lógico. Esa desilusión desorienta a quien la padece.
La búsqueda insaciable de la verdad filosófica también nos expone gélidamente la fragilidad de la condición humana y las limitaciones de nuestra capacidad cognitiva. Podemos pensar, podemos reflexionar, pero como personas, tan solo seremos capaces de percatarnos algún día de lo poco que podemos saber en comparación con la magnitud de lo que hay aún por aprender. Ese ansia de conocimiento que, en mayor o menor medida, todos poseemos, nunca será saciado; razón por la cual, fruto de esa frustración, nos podríamos volver a sentir tristes. Pero quizás el motivo fundamental por el cual la filosofía nos puede llegar a entristecer es porque la reflexión nos muestra la brecha entre el mundo tal y como es, y el mundo como desearíamos que fuera. Para encontrar la verdad, hay que partir de las mentiras; para buscar la justicia, hay que sufrir injusticias. La diferencia disonante entre la realidad y nuestros ideales es desgarradora, y en muchas ocasiones, la filosofía ayuda a vislumbrarla claramente. No obstante, el filósofo siempre puede ser feliz, pues esta disciplina le enseña a abrazar esa tristeza y a aceptar la inconformidad que ello conlleva como parte integral de la experiencia vital. La filosofía nos entristece, pero nos enseña a alcanzar la felicidad pese a ello. Es la llama que nos alumbra en la oscuridad, aunque sea ella también quien haya creado conciencia de su presencia.