Ivo tenía miedo. Miedo de no haber vivido, de haber desperdiciado todo el tiempo que, según él, Dios le otorgó. Sentía como si un grueso hilo tirase de su pecho para finalmente desembocar en la muerte, o en el eterno bienestar, como él prefería llamarla. Una parte de Ivo deseaba descansar, no había tenido mucha suerte durante su paso sobre aquel camino de piedras al que suelen llamar «vida». Sin embargo, la idea de que ésta se acabase realmente le hacía temblar. Tan solo quería encontrarle a todo un “por qué”, un motivo por el cual despertar cada mañana, pero le resultaría muy complicado si seguía en tales condiciones, derrumbado sobre su cama, abatido por la vida.

No solía tardar en dormirse y hoy no sería la excepción, pero en cuanto sus párpados se dejaron caer, un olor a tierra húmeda lo condujo de nuevo a la vigilia. En cambio, cuando despertó no se encontraba en su habitación como durante los últimos días, sino que se hallaba en un hermoso jardín, rodeado de altos setos que le impedían deducir su paradero. ¿Sería éste el más allá? se preguntó a sí mismo. No, no era posible, tan solo estaba dormido. Supuso que soñaba y, sin nada que perder, decidió levantarse e investigar un poco el lugar. Se sobresaltó cuando se dio la vuelta, pues a escasos metros había una misteriosa señorita que le miraba con una sonrisa armoniosa. Podía llegar a dar cierto miedo, pero la curiosidad se antepuso al temor de Ivo y se dio cuenta de lo mucho que le tranquilizó acercarse a ella. Era como si el calor de la mujer le envolviera en una nube de paz, edulcorada con una pizca de bondad. Tenía la sensación de que una melodía de lira le corría por las venas, pero no era capaz de escucharla. Jamás se había sentido así, ni siquiera sabía que era posible.

—¿Quién eres? —preguntó Ivo.

—¡Soy la música, cariño! ¿Qué te trae por aquí? —Su voz era casi tan melódica como su esencia.

—Pues, si le soy sincero, esperaba que me lo dijese usted.

—Ya veo…

—¿Cómo es posible que “la música” sea una persona? Si me permite la pregunta, por supuesto.

—Es muy sencillo, simplemente lo soy. ¿Recuerdas aquella melodía que tanto te costaba sacarte de la cabeza cuando eras niño? Era yo, jugando a molestarte para obligarte a escuchar la canción entera. ¡Qué lástima que hayas dejado las lecciones de piano tan temprano! Tenías tan buen oído… Pero se te erizan los vellos cada vez que escuchas la balada número uno de Chopin. Eres sensible, en el fondo ¡y la sensibilidad hace al buen músico! Porque como bien dicta el saber popular, “quien ama la música, ama la vida” y yo estoy segura de que no te falta amor por ninguna de las dos.

Un silencio vino tras el monólogo de aquella señorita, que agarró a Ivo de la mano y lo acompañó por un camino rodeado de setos. Empezaba a pensar que era un laberinto. No se alejaba de la realidad.

En cuanto Ivo se giró, la personificación de la música se esfumó como si se hubiera fusionado con el aire, llevándose consigo su calidez pero habiéndole dejado muy calmado. Él se percató entonces de que otra figura lo esperaba al final del camino y no tardó en posicionarse junto a él. Esta vez era un envejecido señor, que se hallaba de pie, mirando al cielo, en el que no había más que nubes grisáceas desplazándose con lentitud y un sol refulgente. La indumentaria del señor era ciertamente extraña, vestía un traje marrón, algo desfasado, del que colgaba un monóculo que se ajustaba a su ojo. Con una mano fumaba pipa y, con la otra, sostenía un antiguo reloj de bolsillo. El hombre en sí mismo parecía ser un tesoro.

—¿Usted es Ivo, no es así?

Él dudó en contestar, el que supiera su nombre le provocó cierta confusión, pero a estas alturas, eso era lo menos extraño que alguien así le podría decir.

—Sí, así es. Y usted es…

—¡Oh, joven! ¿Tan olvidado me tiene? ¡Soy la historia! ¿Acaso no recuerda lo mucho que me odiaba en el instituto? —Ivo se sonrojó avergonzado, no pretendía herir a nadie— Pero no se preocupe, le perdonaré, pues soy consciente de las muchas horas que me dedicó durante tu infancia, en la que no soltaba una enciclopedia ni aunque su vida dependiera de ello. La Edad Media te apasionaba de verdad… Siempre le vi capaz de empuñar una espada como Willian Wallace, una pluma como Dante Alighieri y un mapa como Marco Polo. Tiene el corazón de un héroe, amigo mío. No lo desperdicie en aislarse del resto, pero tampoco se sobrepase, que bien sabe usted que toda desemejanza llevada con inmadurez, termina desembocando en una guerra cruel. ¡Suerte en su travesía! Yo ahora tengo que partir, pues no tengo la suerte de contar con tiempo infinito, pero usted tampoco y, quizás debería pensar dos veces en ello antes de malgastar entre lamentos otro extraordinario día que el universo le otorgue. Ninguno de sus antepasados pudo resistirse al tic-tac de sus relojes, pero muchos de ellos acabaron inalterables en los libros de historia. No es un mal destino, al fin y al cabo ¿no cree? Sigue el camino de bayas, a la izquierda se encontrará con otro de mis compañeros.

A Ivo no le dio tiempo a contestar, se había quedado sin habla. Notaba cómo le pesaba la culpa a sus espaldas. Quería cambiar su destino, pero no sabía cómo actuar. Decidió obedecer a La Historia, era la única manera de agradecerle que le hubiera abierto los ojos de tal manera. Tanto, que… sin quererlo se le había escapado alguna que otra lágrima, que ahora se enjugaba con las mangas del pijama.

Justo donde La Historia había dicho, se encontraba una mujer pelirroja que miraba el cielo a través de un enorme telescopio. Llevaba una bata blanca y parecía estar ensimismada con lo que estaba observando. Ivo no quería molestarla, pero cuando recordó que todo aquello no era más que un sueño, dejó de lado su decoro y acudió a ella con intención de entablar una conversación como las anteriores. Podría despertar en cualquier momento, no quería perder tiempo.

—Buen día, usted sabe ya quién soy ¿cierto?— afirmó Ivo. Él ya imaginaba quién podía ser ella.

—¡Oh! No pensé que llegarías tan temprano, el viejo Historia llevaba prisas ¿verdad? —Ivo sonrió con melancolía—. Permíteme presentarme: ¡Soy la ciencia! Estoy segura de que has oído hablar de mi. Sé que piensas que soy aburrida e inútil para la vida cotidiana, pero no siempre tienes en cuenta que sin mí no podrías disfrutar de la vida tal y como lo haces ahora. Quizás ahora mismo podrías estar bajo una lápida, si no fuera por los científicos que tanto trabajaron por sacar adelante los jarabes que te cuidan de un resfriado con tanta eficacia. Estoy en todos lados.

—Supongo que no te equivocas… ¿Qué miras por el telescopio? Estamos a plena luz del día.

—Lo sé, pero eso no me impide que pueda observar la luna. ¿No crees que es maravillosa? Me encanta disfrutar de su sosiego, me transmite tanta tranquilidad, tanta calma… Es misteriosa, reservada. Oculta una de sus caras, pero muestra la otra, con dignidad. Ese astro plateado que tantas veces pasa desapercibido le da sentido a mi vida; dedico mi tiempo libre a la selenografía, como lo hacía el famoso Galileo. Dime, Ivo ¿Hay algo que te apasione como a mí?

No sabía cómo responder, se veía comprometido a contestar con alguna frase culta, para poder alardear de conocimiento. Querría haberle mentido, querría haberle dicho que la literatura o la filosofía le resultaban interesantes, pero hacía ya mucho tiempo que los libros no le rescataban de la realidad. Finalmente, optó por decir la verdad, no iba a ser juzgado por un espectro.

—Me temo que no. Últimamente dedico todo mi tiempo a dormir, ya que al menos así me obligo a no pensar. Porque me duele.

—¿Pero no ves que hundido, quejándote de que nada te hace feliz, jamás serás capaz de encontrar un motivo para serlo? Muchas veces te olvidas de que solo tienes una vida, y eres lo suficientemente válido como para marcar la de otros con tus descubrimientos o aportaciones, si se llegara a dar el caso. Eres muy capaz, tan solo tienes que hurgar dentro de ti y darte cuenta de que para disfrutar de una plácida vida no necesitas dinero, ni fama, sino un cerebro para intentar entender lo que te rodea, y un corazón lo suficientemente grande como para aprender a amarlo. Creo que tienes la suerte de tener ya todo esto, pero por favor, intenta ponerlos en marcha.

—¿Cree que no lo he intentado ya? Llevo años persiguiendo la felicidad, y siempre quise conseguirla a través de la cultura, pero la vida me ha llevado por cauces en los que “la magia del conocimiento” no puede solucionar mis problemas.

—Siento decirte entonces, que has crecido, y que te has dejado llevar por el mundo de los adultos. Aquel que cuando eras un inocente niño juraste destruir. Has perdido la curiosidad que en tu infancia te hacía ser tú, y eso no significa madurar, significa que te has encerrado en una habitación sin ventanas y has decidido mirar al techo. Un verdadero científico no haría eso, “un científico miraría a través del ojo de una cerradura, de la cerradura de la naturaleza, tratando de descubrir lo que está pasando” según Jacques Cousteau. No pienses que me has decepcionado, tan solo te defraudaste a ti mismo, pero aún estás a tiempo de corregirte. Te lo mereces.

En ese momento, La Ciencia desapareció, dejando a la vista la salida del laberinto, iluminada por un foco de luz de confusa procedencia que no dejaba ver lo que se escondía en el exterior. Ivo temblaba. Aún estaba asimilando las palabras de La Música, La Historia y La Ciencia.

¿Por qué ese extraño sueño se sentía tan real? Tras unos momentos, decidió caminar hacia la salida. La luz le cegó, hizo que inconscientemente cerrara los ojos pero, cuando los abrió, se encontraba de nuevo en su cama. Había despertado, y no quería quedarse allí por mucho tiempo. Quizás era el momento de volver a empezar.