Nunca pensé que limpiar la sangre de un hacha fuera una tarea tan complicada. Mil productos de limpieza reposan sobre la mesa, cada uno proveniente de una tienda diferente, pues las películas de suspense me habían enseñado a no levantar sospechas. Un álgido suspiro emana de mí, no sé por dónde empezar. Quizás debería darme una ducha primero; cavar bajo la lluvia no me ha dejado precisamente inmaculada. Ahora encuentro extraño mirar a mi alrededor, tan solo veo en casa objetos que a mi marido alguna vez le importaron. Me desnudo mientras camino hacia al baño, ahora no hay quien me lo impida.
¿Es muy pronto para volverse loca? Creo estar escuchando el eco de su voz; pero no es en las paredes donde retumba, ni siquiera en el patio interior en el que mi esposo dejó escapar su último ruego de piedad. Me asomo a la ventana y, por más momentos de los que me gustaría reconocer, creo que los fantasmas verdaderamente existen. Mi marido se encuentra frente a la puerta principal. “Cariño, déjame entrar, me he dejado las llaves dentro”, dice. ¿Pero entonces a quién narices he enterrado en el jardín?