El surco de una sonda sobre una piel ya envejecida es augurio de un cercano pésame. La vida de Don Manuel precisa de corriente eléctrica, reduciendo el valor de su existencia al de la factura de la luz. Poco hay más deshumanizante que aquello.

Un cegador resplandor blanco se adueña, de pronto, de su visión. Don Manuel puede entonces deshacerse de toda carga. Se le cae el dolor del cuerpo, se desprende del suplicio e incluso de la virtud. Ahora que se siente más ligero, camina sin miramientos hacia la deslumbrante luminiscencia. Ha de taparse los ojos para no enceguecer, pero apenas unos instantes después puede volver a abrirlos. Es capaz de oír el parqué gemir bajo sus pies y, cuando levanta la mirada con cierta confusión, se ve frente a una multitud que le observa desde la platea de un vasto teatro. Segundos más tarde, el público estalla en un torrente de aplausos, el sonido se eleva en una ovación estruendosa y sobre el escenario caen flores y más flores. Desde arriba, Don Manuel se inclina y saluda. “Ha merecido la pena”, piensa. Se cierra el telón.