Sus gruesas raíces a veces me hacían tropezar. Recuerdo que de niño correteaba bajo sus ramas vívidamente verdes; aquellas cuyas hojas acariciaban mi rostro al pasar. Me sentía parte de la naturaleza, como un fragmento de la tierra que por divinidad había sido personificado. 

Mi abuelo solía contarme historias acerca de aquel viejo árbol. Esconde años de antigüedad y guarda secretos con gran discreción, aunque realmente solo se trataba de un olmo convencional. Pero precisamente en la convencionalidad residen las verdaderas virtudes. 

Mi infancia se ilustra en mi memoria como un recuerdo fugaz. Nací en un pueblo de interior y allí mismo me crié entre laderas, gallinas y matorrales; allá donde nadie más que nuestros conocidos sabían que nos encontrábamos. Éramos bastantes en casa, pero cada quién ocupaba su lugar. El dinero escaseaba y el trabajo era incesante, pero mi rostro jamás careció de una sonrisa. 

Fue mi abuelo quien, desde mis inicios, despertó en mí un gran interés por el colosal mundo al que por suerte pertenecía. Todo aquello creado por la madre naturaleza era digno de mi admiración. Había un árbol cercano a la casa, un espeso olmo como tantos que había en el lugar. Sin embargo, según mi abuelo, este en específico tenía una bonita peculiaridad. Guardaba una historia popular entre los residentes de los pueblos de las cercanías, pero yo aún así sentía que era nuestro secreto. Algo privado, solo para nosotros. 

Cuenta la leyenda que, hacía muchos años, residía por la zona un hombre verdaderamente avaricioso. Éste no conocía la felicidad, pues siempre que obtenía lo que deseaba, sufría por aquello que no podía tener, viéndose así envuelto en un bucle sin final. Llenaba su boca de promesas vacías y sus bolsillos, de monedas de oro. Nunca sintió culpabilidad. Llegado a cierto punto de su vida, se miró al espejo y se percató de las cuantiosas arrugas que surcaban su semblante afligido. Apenas quedaba cabello en su cabeza y la belleza ya no era más que una reminiscencia de su juventud. De pronto, aquel anciano miró atrás en su vida, buscando sin éxito momentos de satisfacción. Tan solo encontró efímeros instantes en los que fue realmente feliz, todos causados por objetos materiales carentes de un valor sentimental. Objetos sin alma.

Al verse de nuevo reflejado en el espejo, el hombre vio tras él una extraña figura que le heló la sangre. Una silueta negra que le hacía temblar. La Parca había ido a visitarlo. 

Sollozando, se arrodilló como si aún fuera un niño de guardería y le suplicó a la fría Muerte que no le llevara con ella aún. Quería continuar viviendo, deseaba volver a nacer. A veces se necesitan momentos de desesperación para abrir los ojos, y gracias a ello, el hombre reflexionó. Todo aquello por lo que alguna vez había peleado carecía de valor durante esos instantes. Al final del día, todo lo que uno recoge a lo largo de este camino se desvanece cual espuma marina en cuanto el corazón deja de latir. El hombre no se rindió con facilidad e insistió con tanta impetuosidad a La Muerte que ésta decidió brindarle una última oportunidad. Sin embargo, no fue como él esperaba. La Parca acudió a él porque su hora había llegado y por mucho que ella quisiera, no podía cambiar tal hecho. El alma de aquel avaro señor abandonó su cuerpo; pero esta no murió allí, sino que se vio reencarnada en un robusto olmo que crecía en las inmediaciones de su casa. Nunca había reparado en él. En cuanto se dio cuenta de lo que era, se arrepintió inmediatamente de lo que le había pedido a La Muerte. La figura le observaba a escasos metros, con su guadaña resplandeciente amenazando desde la distancia. “Ahora, como ve, no es más que un tronco unido a la tierra. No podrá poseer riquezas ni tesoros, ni podrá contar con el privilegio de amar. Pero le otorgaré un don muy especial que podría ser su salvavidas en un futuro. Ahora tiene el poder de conceder deseos a quien realmente los necesite. Podrá volver a la vida de humano cuando alguien le pida algo con el corazón abierto y usted se lo conceda sin dudarlo. Cuando le rueguen desesperado que cumpla su petición, sin nada que ofrecer y nada que perder. Será solo entonces cuando esté preparado para reintegrarse en la sociedad, listo para vivir una nueva vida con empatía e ilusión”. Dicho esto con una áspera voz, La Parca desapareció y el hombre dedicó años y años a cumplir deseos de gente que merodeaba por la zona. Sorprendentemente, todos tenían un interés común: el dinero. Él se preguntaba cómo era posible que la gente deseara siempre una mejor economía, un regalo “merecido” o un puesto de trabajo. Al verse reflejado en todas aquellas personas, se dio cuenta de lo egoísta que alguna vez fue y por primera vez se vio preparado para volver a ser un humano. Sin embargo, aún le faltaba un individuo que pidiese algo con el alma en lugar de con la cartera. 

Es una leyenda que mi abuelo compartió conmigo innumerables veces, pues nunca se acordaba de que ya lo había hecho y el niño que yo era entonces fingía sorprenderse cada vez que la escuchaba. Siempre que tenía ocasión acudía al árbol a pedir alguna chorrada. Era tan solo un chiquillo. No perdía el tiempo pensando en el dinero, por lo que mi inocencia me llevaba a imaginar al hombre atrapado en el árbol corriendo libremente cuando yo le pidiera salud para toda mi familia… o quizás un juguete nuevo. Creía que no lo deseaba con suficiente fuerza dado que nunca vi a aquel señor salir del árbol. Sin embargo, aún creo que era porque mi abuelo me decía que no debía abusar de los deseos, ya que éstos perderían la eficacia si los pedía con demasiada frecuencia. Por ello, me prometí a mí mismo que solo podría permitirme solicitar algo un par de veces al año, ¡como máximo! 

Aún recuerdo lo primero que pedí, quería unos simples patines. Finalmente los conseguí, pero en el fondo sé que no fue gracias al olmo, sino al arduo trabajo de mi familia. 

Mi abuelo falleció cuando yo tenía trece años. Recuerdo las miradas vacías que encontré en los rostros de mis familiares cuando llegué de la escuela aquel día. Él estaba ya algo enfermo, pero realmente nadie esperaba que la desgracia ocurriera tan temprano. Supongo que estas cosas suceden así. Una mente llena de conocimiento, ambición, compasión… Una mente llena de amor abandonó el mundo en el momento en el que mi abuelo dejó de respirar. El planeta continuó girando, a nadie le importó; pero ahora le faltaba una pieza muy importante al puzzle que conformaba mi mundo interior. 

Acudí al árbol en su honor. Hacía tiempo que no iba, pues ya había dejado atrás eso de creer en leyendas con moraleja. Me senté con las piernas temblorosas, y me enjugué las lágrimas con la manga del abrigo que me protegía de las bajas temperaturas de aquel gélido día de invierno. Podría haber deseado que mi abuelo volviera a la vida, pero con trece años sabía de sobra que eso no entraba dentro de la posibilidad. Preferí evitar decepcionarme. En lugar de eso, deseé simplemente ser algún día como él fue. Quería vivir sus aventuras, leer tanto como él. Ansiaba vivir sus romances y saber tanto de la vida como mi abuelo. A día de hoy, he de agradecer todo lo que se me ha puesto por delante hasta ahora, pues si cualquier engranaje hubiera funcionado de forma diferente, no sería quien ahora mismo soy. 

Los relojes continuaron girando y pronto me gradué; pero no llegué a terminar mis estudios cuando debí. Mis padres aseguraron que el trabajo en el campo era a lo que siempre estuve destinado. Pese al esfuerzo que ello suponía, solía disfrutar de todo lo que hacía. Al fin y al cabo, de todo se puede obtener un buen aprendizaje. 

Estuve unos cuantos años viviendo de ese modo, aunque durante todo aquel tiempo sucedieron hechos que cambiaron el rumbo que mi vida siguió.

Ya era todo un muchacho cuando conocí a mi primer amor. Lidia era una chica excepcional. Su extraordinaria inteligencia y su singular belleza causaron en mí sensaciones que no sabía que era capaz de experimentar. 

Ella se había mudado con su familia a una pequeña alquería no muy lejana a mi hogar. No tardamos demasiado en hacer buenas migas. Como toda pareja, compartíamos nuestras semejanzas al igual que respetábamos nuestras diferencias; pero de algún modo, éstas lograban que nos complementáramos a la perfección. Éramos la luna y el sol al mismo tiempo que el cielo y las nubes. Supongo que como muchos a esa edad, fuimos bastante deprisa. En poco tiempo, la confianza entre nosotros se volvió realmente consistente. Nos veíamos siempre que teníamos ocasión, dejando un poco de lado nuestras simples responsabilidades de adolescentes. Era una joven culta, con sed de conocimiento y un don para la enseñanza. Había vivido con anterioridad en una ciudad algo más poblada, donde podía libremente acudir a la biblioteca para continuar aprendiendo tras las clases. El campo a Lidia le quedaba pequeño. Se esforzaba por disfrutar de la naturaleza, por relajarse sobre la hierba y pensar únicamente en su ínfima existencia. Yo traté de enseñarle. Pero ella era de mente intranquila y el trabajo en el campestre no fomentaba precisamente sus habilidades cognitivas. Sabía que su sitio se encontraba junto a una pizarra, tiza en mano, educando a su manera a futuros doctores, ingenieros, artistas… Ella me lo demostró día tras día durante aquel tiempo. Jamás me cansaba de escuchar su voz o de aprender sobre todo lo que a ella tanto le apasionaba. Pronto se convirtió en la persona más especial que se había cruzado conmigo; pero claro, ¿con qué podría compararlo un adolescente como el que yo era entonces? Creo que en parte fue esa ingenuidad la que me empujó a seguir adelante con ella. La ilusión de una larga vida juntos que cualquier muchacho posee. Solía llevarla a ver el atardecer a la cima del monte en el que se situaba mi casa, allá por donde el viejo olmo se encontraba. Jamás se borrará de mi cabeza el modo en el que me decía “te quiero” con sus ojos pardos. Ella no necesitaba las palabras. La luz anaranjada de la puesta de sol hacía resplandecer su bello rostro. Era como si fuera un astro con luz propia, como si tuviera el poder de controlar la brisa de verano, la caída del sol o… los latidos de mi corazón. 

Una de esas tardes la llevé al viejo árbol y me abrí a ella como nunca lo había hecho con nadie. Le ofrecí todo lo que era, le hablé sobre lo que habitaba mi interior. Por supuesto, le conté con melancolía la leyenda que guardaba aquel árbol y los deseos que prometía conceder. Lidia no lo cuestionó, sentir mi emoción al compartir aquello con ella le era más que suficiente. Fue entonces cuando nos dimos nuestro primer beso y cuando comencé a pensar que los deseos quizás sí se hacían realidad… 

Todo era euforia y despreocupación cuando estaba a su lado. Aún recuerdo cómo temblaba mi cuerpo cuando ella esbozaba una sonrisa o cómo me sonrojaba cuando me dedicaba palabras de amor… 

Los meses siguieron transcurriendo y el verano acabó. Seguíamos juntos, pero la llama que en un principio nos movía se transformó en apenas un liviano rastro de humo, reflejo de lo que alguna vez fuimos. Por suerte o por desgracia, nada es infinito cuando tienes diecisiete años y todo a esas edades tiene fecha de caducidad. 

La ruptura fue de mutuo acuerdo, pero nada volvió a ser igual desde entonces. Tiempo después, Lidia se volvió a mudar. A veces temía olvidarme de ella; olvidarme de su aroma, de su risa, de su voz… Tenía miedo de invalidar las emociones que antaño sentía o eclipsarlas con la torpe excusa de ser “demasiado joven para amar”. Luego me di cuenta de que quizás a lo que tanto miedo le tenía era a olvidarme de la versión de mí que amó a Lidia. El tiempo avanza sin frenos y yo voy con él. Cada etapa supone un aprendizaje para nuestro yo del momento, así como lo fue Lidia para mí cuando apenas era un chiquillo. Me enorgullece saber que una vez aprendimos juntos esa lección. 

Cuando ella se marchó no supe dónde buscarla, pero en el fondo sabía que siempre estaría en el mismo lugar. Los recuerdos dejaron manchas en los sitios en los que solíamos pasar el rato, por lo que el viejo árbol le reservó un espacio entre sus memorias. 

Estuve un tiempo visitándolo con frecuencia, se había convertido en mi espacio de consuelo. Ahora sus espesas ramas cargaban con las felices reminiscencias de Lidia y de mi abuelo, pero ya no acudía allí para pedir ningún deseo. Simplemente llegaba y me dedicaba a saborear el silencio mientras mis ojos se concentraban en las nubes que ágilmente y como si fueran algodón, recorrían el cielo. A veces también leía o incluso dibujaba. Mi madre me regaló unas ceras pastel por mi vigésimo cumpleaños. Antes de comenzar la jornada de trabajo y aprovechando la luz del alba, abocetaba un bello paisaje en mi cuaderno de esbozos. Poco a poco fui mejorando y con el tiempo logré captar entre mis páginas la esencia de distintas aves, mariposas e incluso personas. Lo que comenzó como una afición terminó desembocando en mi futuro. Ya no era un niño, inconscientemente me había convertido en un adulto. Pero mi vida se podría resumir en apenas medio metro de papel. No deseaba aquello, quería salir de las cuatro paredes imaginarias que me mantenían atrapado en aquel lugar, aunque fuera ese mi hogar. 

Supongo que en algún momento de la vida, a las personas les crecían alas. No a todos les sucedía a la vez y muchos tienen miedo a utilizarlas; pero yo sabía que era mi momento. Que era hora de volar libremente y buscar la vida que mis padres siempre quisieron para mí. 

Investigué cuanto pude para poder labrarme el mejor futuro posible. Tras mucho esfuerzo y dedicación, logré ser aceptado en la Real Academia de Bellas Artes de una gran ciudad. Eso conllevaba modificar el rumbo de mi vida, cambiarlo todo de lugar. Una parte de mí aún era la de un niño asustado, que temblaba con solo la idea de abandonar a su mamá. Pero esa vez me dominó el otro lado. El lado de un yo valiente, sin miedo a triunfar. 

Mi último verano no fue del todo especial. Sabía que no vería próximamente al árbol que tanto amaba visitar; que no disfrutaría del otoño allí y que extrañaría el calor de la chimenea en noviembre, el olor de la leña, la caída de las hojas anaranjadas de los nogales… Una vez llegado el momento de mi partida, me costó demasiado despedirme de lo que había sido mi vida. Me fundí en un abrazo casi infinito con mis padres y mis hermanos, todos me deseaban el mayor de los éxitos. Antes de marcharme, me senté por última vez a los pies del olmo. Recuerdo lo perdida que se encontraba mi mirada, fija en el sol que se ponía tras las montañas. Me imaginé cómo sería mi vida a partir de aquel momento. ¿A quién conocería? ¿Encontraría el amor? ¿Me encontraría a mi mismo? Por última vez y ya por tradición, le pedí al árbol un deseo. Símbolo del cierre de una gran etapa, deseé no olvidar jamás todo lo vivido allí. Me bastaba con conservarlo en mi memoria. 

Una vez me fui, me di cuenta de lo que era la soledad. 

No siempre fue fácil y al principio me costó horrores adaptarme al nuevo estilo de vida. Era algo mayor que el resto de estudiantes, mi experiencia vital se limitaba a lo vivido en el campo y la ciudad era como un nuevo planeta a descubrir. Pero estas sensaciones siempre podían ser cubiertas por el tiempo. Las clases eran más complicadas de lo que jamás pensé y llevaba una limitada preparación de casa, por lo que debía esforzarme más que el resto para lograr los mismos resultados. Mientras estudiaba, conseguí un puesto de trabajo a media jornada para poder pagarme mi primer piso. Era un cuchitril a las afueras de la ciudad, pero mi yo de aquel entonces no necesitaba nada más. Poco a poco conseguí alguna que otra amistad, aunque en la universidad no eran más que competencia. El mundo de las artes no era como lo imaginaba. Desde la sombra del olmo, la naturaleza era una fuente de inspiración y mis pensamientos se plasmaban solos mediante figuras sobre un papel. Era imaginar y dibujar sin límites. Nada de impedimentos, calificaciones, correcciones ni fechas de entrega. Era solo paz. En cambio, ya no contaba con ese privilegio; pero valoraba cada minuto de aprendizaje que me brindaba la facultad. 

La arena continuó deslizándose por el cuello del reloj y cada vez estaba más integrado en mi nueva vida. Gente llegó, gente se fue… pero todos y cada uno de ellos se encargaron personalmente de no marcharse sin dejar huella en mí. ¿Quién soy ahora? O más bien, ¿quién no soy, sino un rastro de quien alguna vez me rodeó? La persona que dejó su hogar para convertirse en artista no fue la misma que se graduó, ni la que ahora escribe este manuscrito. 

En su momento me costó avanzar, pero era como si siempre hubiera sido ayudado por una entidad desconocida. Como si alguien me hubiera lanzado una soga desde el futuro incitándome a aferrarme a ella y yo no dudara en trepar. Nunca fui un fiel creyente de Dios ni seguí ninguna religión; pero a veces tenía la sensación de que alguien cuidaba de mí. Supongo que no era más que eso, una sensación.

Todo terminó antes de lo que esperaba y sin apenas darme cuenta, pasaron diez años. Durante ese tiempo experimenté lo que era ser joven. Me enamoré, me rompieron el corazón, trabajé en diferentes lugares, hice amistad con numerosas personas increíbles… Muchas de ellas se fueron, por desgracia, ¿pero qué sentido tendría vivir si no nos quedáramos con los buenos momentos? Prefiero recordar todo lo que alguna vez fuimos antes que el vacío que ocasionaron tras su marcha. 

Llegado a ese punto de la vida en la que uno es demasiado viejo para los jóvenes pero no lo suficientemente mayor para los adultos… estaba realmente perdido. Necesitaba asentar la cabeza; un peso que estabilizara la balanza.

Durante los años en los que estuve fuera, apenas visité mi hogar. Me acostumbré rápido a la vida metropolitana, donde el tiempo corría bruscamente abriéndose paso entre los transeúntes apresurados. No sentía la necesidad de regresar a casa pese al trabajo que me costó despedirme de ella. Supongo que en parte fue por eso por lo que no quise frecuentarla demasiado, temía que los recuerdos vinieran a mí tan fuertes como para volverme a atar a aquel lugar. Sin embargo, a los treinta años yo estaba solo. Necesitaba reorganizar mi vida, poner un poco de orden entre tanto ruido y caos, y la mejor manera de hacerlo era volviendo a airear mis raíces. Cogí el primer tren que salió al amanecer y sin avisar a nadie, toqué la puerta de mi antigua casa, esperando a que la sonrisa de mi madre me diera una cálida bienvenida como tantas veces hizo. Así fue, ella me recibió con los brazos abiertos. Me ofreció unas pastas de té y charlamos durante horas acerca de lo que la vida nos puso a ambos por delante. Con una madre nunca se pierde el contacto, a ellas se les abraza con las palabras. Ya pueden haber pasado meses o años desde la última vez, pero nunca será otra más que mi madre la única mujer que, pase lo que pase, no dudaría en sujetarme el mundo si este se abalanzara sobre mí. Pasé unos días allí, disfrutando simplemente de la tranquilidad que me ofrecía un paraje como aquel. Visité el viejo olmo y me senté junto a él. Éste estaba ligeramente más espeso y muchas plantas más habían crecido por los alrededores. Ahora había un par de obras donde antes fluía un riachuelo, unos extensos campos de cultivo donde solía jugar a la pelota y una ampliación de la estación sobre lo que apenas eran unas vías de tren. Qué poco tiempo había pasado y cuánto cambiaron las cosas desde la última vez… Sin mucha esperanza pero por serle fiel a mi antiguo yo, pedí un deseo. Deseé convertirme en alguien, simplemente. Quería encontrar un punto de apoyo en mi vida, por ahora desequilibrada. Quizás alguien en quien confiar, o una nueva casa algo más alejada de la ciudad. Cualquier cambio me bastaba, por lo que dejé que el olmo eligiera por mí. 

Aquel viaje marcó los siguientes años de mi vida. 

Durante mi trayecto de vuelta, me percaté de que una hermosa mujer rubia leía al final del vagón. Portaba un bello vestido de invierno que hacía que se viera más joven de lo que era y llevaba entre sus manos un ejemplar de El principito, una lectura cuanto menos peculiar para una adulta. 

Mi billete tenía impreso el número del asiento que justo se encontraba junto a ella, por lo que vi la perfecta oportunidad para iniciar una conversación. Su voz era la de una persona sabia, que pensaba en lo que decir antes de que de su boca emanase cualquier sonido. Hablamos durante todo el viaje pero tenía la sensación de que llevábamos haciéndolo toda la vida. Cuando regresamos a la ciudad, nos bajamos en la misma estación y casualmente vivíamos ambos por la misma zona. Ella tenía casi trece años más que yo, mas ello no impidió que me enamorara perdidamente desde el momento en el que la vi por primera vez. Me explicó que tenía un hijo pero era viuda, puesto que su marido falleció unos años atrás a consecuencia de un grave accidente. Debía de tener el alma fragmentada, la vida no deja un manual de actuación para estos casos. Sea como fuere, lo sobrellevó como pudo y siguió adelante. Luego me conoció a mí: la venda de todas sus heridas. Mantuvimos el contacto durante meses y en menos de un año nos mudamos juntos. Estábamos completamente seguros de que tomábamos la decisión correcta y a día de hoy no me arrepiento de ello. Su hijo ya tenía cierta edad y de vez en cuando venía a visitarnos. Era encantador. Nosotros construimos una relación sana que nos llevó siempre de la mano por los cauces de la vida. Terminamos casándonos, pero por lo civil. No queríamos una gran fiesta sino disfrutar el uno del otro desde la intimidad. El viaje que vino después fue inolvidable. Recorrimos juntos Egipto, gozando de la cultura de África Septentrional y descubriendo las maravillas del valle del Nilo. 

Fui realmente feliz, hasta que una desgarradora noticia llegó a mis oídos. 

Mi madre había dejado el mundo. 

Sucesos así ocurren diariamente. Unos nacen y otros mueren. Todos lo hicimos al principio y lo haremos al final, ¿pero por qué debía de ser ella? Me dolió como a cualquier hijo, mas no había nada que yo pudiera hacer para que me diera un último abrazo. Solo me quedó volver al pueblo, por lo que allí nos dirigimos en cuanto nos comunicaron que el funeral tendría lugar. Había personas a las que jamás había visto. Todos vestían prendas negras y derramaban lágrimas. Mis hermanos no se quedaron atrás. 

Es más triste que se necesite un velatorio para que una familia se reúna, que el propio homenaje en cuestión. Estuvimos un par de días allí, poniéndonos al día, presentando a nuevas personas y aprendiendo juntos a vivir sin mamá. 

Antes de marcharnos, me propuse visitar el olmo para que este conociera a mi nuevo amor. Ese trozo de madera sabía más de mí que muchos seres humanos… 

Ella se rio torpemente cuando le conté la leyenda que escondía ese árbol tan común, pero en cuanto vio que hablaba en serio, hizo lo que pudo por seguirme la corriente. Ya no éramos Lidia y yo ni teníamos diecisiete años, pero los sentimientos no eran muy distintos a los de entonces. Le obligué a cerrar los ojos y a pedir un deseo, pero se me olvidó comentarle que lo hiciera en voz baja. “Hasta que la muerte nos separe”, susurró ella frente al árbol mientras me agarraba de la mano con timidez. No me agradaba pensar en la muerte, dadas las circunstancias; pero me pareció tierno que deseara entregarse tanto a mí. Decidí quedarme con eso. 

Nos marchamos de allí y continuamos con nuestra vida corriente; pero aquel día junto al olmo, ella dictó sentencia. Disfrutamos de unos hermosos años juntos en los que la llama jamás se apagó, pero más adelante, le diagnosticaron un cáncer que acabaría con ella con brevedad. Apenas le dio tiempo a luchar y mi cerebro aún no procesaba que otro fantasma hubiera aparecido en mi vida, pero por mucho que pensara, nada la sacaría de su tumba. Su hijo fue un gran apoyo para mí durante esos difíciles momentos, él me quería casi como a un padre y yo lo valoraba de verdad. Desde el instante en el que ella me dejó, las manecillas del reloj parecieron girar a mil kilómetros por segundo. El célebre Jean de La Fontaine solía asegurar que “la tristeza se aleja sobre las alas del tiempo” y yo en parte, le doy la razón… pero cada vez lo cuestiono más. 

Desde entonces, tuve pequeños éxitos que me ayudaron a continuar con mi vida. Me doctoré en Historia del Arte, me premiaron por varios cuadros y di un par de conciertos de violín. Nunca pensé que comenzaría a tocar un instrumento tan tarde, pero la caricia de la música me ayudó a escapar de la oscura realidad a la que me enfrentaba. Comencé a acudir a una pequeña academia que anunciaba sus clases en un tablón y, aunque al principio no había quien me escuchara, logré alcanzar cierta destreza y disciplina que me ayudó a trepar por el mundillo. No fue una tarea fácil, pero el camino a recorrer me resultó terapéutico. Extrañaba día y noche a mi mujer y a veces imaginaba su rostro al reaccionar ante las numerosas obras que le dediqué tras su muerte. Hasta hoy, no he dejado de hacerlo; sin embargo, ya no lo veo como una necesidad para lidiar con la soledad sino como un cumplido que de vez en cuando se merecen los difuntos. 

Mi hijastro se casó y, por supuesto, acudí encantado a la boda. A él le quedaba toda una vida por delante, pero yo… yo ya era un señor. Un hombre de corbata, mocasines y libro en mano. La gente me miraba con ternura y se preocupaba por mis problemas de espalda. Ya no era el niño que jugaba entre las ramas de los árboles. 

La unión fue preciosa, pude percibir la emoción que sentían los novios a través de sus miradas. Irradiaban rayos de felicidad y sus sonrisas presagiaban un pacífico futuro. El convite fue espectacular y recuerdo haberlo disfrutado, pero durante la celebración, algo extraño sucedió en mi cabeza. Me desorienté, me olvidé de dónde estaba y comencé a dudar sobre mi propia identidad; pero pronto volví a la lucidez y me explicaron lo sucedido. Al principio no le di importancia, pero otro episodio tuvo lugar meses después y aquel no fue tan sencillo de ignorar. 

Pese a que yo me negaba, me convencieron finalmente para acudir al médico y sucedió aquello a lo que tanto le temí durante toda mi vida. Permanecí unos segundos inmóvil en el asiento de la consulta, no quería continuar escuchando a ese doctor. Él daba noticias así diariamente, pero yo no acostumbraba a recibirlas. 

Alzheimer.

Pronto mi mente desecharía mis recuerdos y se olvidaría de mi propio ser. Me recomendaron seguir ciertas pautas para ralentizar el proceso, pero el desenlace era inevitable. 

No tardé en visitar mi antiguo hogar. La vivienda ahora estaba desocupada pero yo aún conservaba las llaves. El olor a humedad me transportó de nuevo a mi infancia y por unos instantes, volví a tener siete años. Volví a perseguir a mis hermanos patinando por toda la casa, a sembrar cebollas con mi padre, a recoger flores mientras prestaba atención a las historias que mi abuelo me contaba… Paz, eso sentía. Me negaba a aceptar que aquel viaje era una despedida, pero había una parte de mí que tenía asumido que quizás no volvería a pisar la cuna de mis recuerdos. Me dirigí al viejo olmo, conservando aún la esperanza de que este me concediera un último deseo; aunque nunca ninguno se hubiera llegado a cumplir… Sin embargo, lo que encontré en su lugar me partió en mil pedazos. El terreno había sido asfaltado y ya no había ni rastro del cúmulo de fantasías que atesoraba aquel árbol. Mi árbol. Habían arrancado sus raíces y con ello se llevaron las mías también. ¿Qué me quedaba ya?.

Regresé a mi ciudad y mi hijastro logró ingresarme en una residencia de mayores. Llevo unas semanas aquí y mi trastorno aún no se ha desarrollado demasiado, aunque sé que no tardará en hacerlo. Por ello, decidí invertir el tiempo que me queda con lucidez en redactar estas breves memorias. Quizás si algún día lo releo seré capaz de recordarme a mí mismo. O tal vez simplemente soy un viejo iluso tan agotado de la vida como para creer que un par de letras sobre un papel serán capaces de sacarme de mi propia cabeza. 

Hace un par de días me percaté de que una mirada de ojos pardos me buscaba en la sala de estar. Pertenecían a una mujer no mucho mayor que yo, quien diariamente se sienta en silencio frente a un ventanal con vistas al jardín sin hacer nada en particular. Simplemente se dedica a observar cómo las flores bailan al ritmo del viento y algunos ancianos salen a pasear. Hoy decidí acercarme a ella, pues su rostro me resultaba ciertamente familiar… Coloqué mi silla junto a la suya y, durante unas horas, probé únicamente a imitar su concentración. De vez en cuando me giraba a mirarla, algo había en ella. Su rostro estaba siendo iluminado por el sol que se ponía frente a nosotros, como si de una película se tratara. Fue entonces cuando caí. 

“Lidia…” murmuré casi inconscientemente. Fue como un suspiro, su nombre surgió de mi boca sin dificultad. 

Era ella, sin ninguna duda. 

Lentamente giró la cabeza y por primera vez en toda la tarde, pareció percatarse de mi presencia. Estuvo lo que creí que fueron minutos mirándome a los ojos, creo que ella también averiguó quién soy. Justo antes de volver a mirar al frente, me dedicó una tenue sonrisa que me devolvió a nuestra  juventud. Tenía muchas preguntas, pero ese no era el momento de realizarlas. “Te vas a perder el atardecer si me sigues mirando así”, musitó mientras entrelazaba mis dedos con los suyos, como si el tiempo se hubiera congelado durante los últimos cincuenta años. Preferí no contestarle y hacerle caso. El cielo parecía una paleta de óleos, hacía mucho que no veía una puesta así. 

Quizás algún día olvide mis raíces, pero mi historia permanecerá inalterable mientras sea capaz de revivirla entre estas páginas.