La ciudad estaba cubierta por un manto de nubes grises, convirtiendo en uno corriente lo que para muchos podría haber sido un día espléndido. La gente se abría paso con prisa, como si algo más sugestivo que su puesto de trabajo les esperara al girar la esquina. Quien vive por allí está más que acostumbrado al bullicio y a los cláxones, cuyos ruidos impacientes resuenan a cada instante por el barrio.
Entre todas esas personas, Nilo tan solo era uno más. Solía ser un joven con mil aspiraciones, siempre con un objetivo en mente por el que valdría la pena luchar. Sin embargo, una vez dio su carrera por terminada, no sabía dónde debía mirar para poder encontrarse a sí mismo. Un monótono empleo se había adueñado de sus días, otorgándole reiteradamente algún que otro efímero instante de satisfacción.
Tal y como llevaba haciendo los últimos meses, Nilo despertó a las seis de la mañana; aunque no fue hasta las seis y cuarto cuando al fin se levantó, pues esos quince minutos estaban rígidamente reservados para la revisión de sus correos electrónicos y las noticias matutinas. A las seis y media ya estaba duchado y, a las siete menos diez, ya había terminado su desayuno. Sin duda la puntualidad era una de sus virtudes. A las ocho bajó a su portal y minutos después se disponía a entrar en la boca del metro; en cambio, miró al cielo y al ver la mancha gris bajo la que se encontraba, decidió regresar a su apartamento a por un paraguas. Era mejor prevenir que curar.
No tardó en volver a la estación, donde se subió con prisa a la línea correspondiente; pero un par de paradas antes de llegar al trabajo, el tren se detuvo de forma repentina, haciendo que todos sus pasajeros se tambalearan. Inmediatamente, una voz serena sonó por los altavoces comunicando que había un “pequeño inconveniente en cabina” que retrasaría la llegada a la próxima parada. Tras ello, un torrente de suspiros y quejas ininteligibles se oyó en el vagón.
Nilo miraba el reloj exhaustivamente, sabía que llegaría tarde y su ansiedad aumentaba según los minutos transcurrían. Todos a su alrededor se encontraban inmersos en su propio mundo, sin preocupación por nada de lo que ocurría más allá de sus narices.
Un chico joven llevaba a sus espaldas la funda de una guitarra. Su pelo se mostraba rebelde y su ropa parecía haber sido comprada cuarenta años atrás; pero la radiante sonrisa que lucía en su rostro le hacía ver como alguien despreocupado cuyos sueños se acaban de cumplir. Sentada a su lado se hallaba una anciana atrapada entre las páginas de un libro, totalmente ajena a la situación en la que se encontraba, ya que muy probablemente ni siquiera había escuchado el aviso. Un par de asientos a su derecha, una inquieta mujer embarazada miraba ansiosa a todos lados, como si observar cada detalle del metro fuese a hacer que éste continuara adelante.
El transporte estaba a rebosar, pero había un hombre mayor que no dudaba en caminar de un lado a otro, pasando entre la gente dando leves empujones que a todos molestaban. A su vez, él hablaba con un alto tono de voz, predicando ideas apocalípticas propias de alguien muy solitario. Era una de esas personas que se hacía notar por su aspecto descuidado y sus palabras intimidantes; aún así, a ese tipo de individuos nadie les rendía cuenta. Eran cruelmente ignorados, pero realmente todos sabían que estaban ahí. Sin embargo, ¿quién se percata del joven que sonríe ante la pantalla de un teléfono? ¿Quién percibe las lágrimas que amenazan con emerger de los ojos de esa otra muchacha? Nilo reflexionó sobre ello en un lapso de tiempo. Era consciente de que no llegaría puntual al trabajo, por lo que trató de distraerse pensando en otras cosas. El mundo es colosalmente grande y él tuvo la oportunidad de coincidir ese mismo día, precisamente a esa hora con todas esas personas que frígidamente se ignoraban entre sí. Si el cielo no hubiese estado nublado Nilo no habría roto su estricta rutina al ir a por su paraguas, lo que hubiera provocado una situación diferente a la que entonces estaba viviendo. Nilo no destacaba por su entusiasmo ni por su extroversión, pero aquel día se
sentía especialmente motivado a entablar conversación con algún desconocido dispuesto a alternar con él. Tomó la iniciativa y, sin el éxito asegurado, se acercó al chico de la guitarra y le preguntó sobre lo que solía interpretar. Tal y como había presupuesto, el joven resultó ser un músico ambulante que deleitaba a los transeúntes con su habilidad. Se dedicaba a ello mientras cursaba sus estudios con la intención de autofinanciarse la educación. La breve historia que le había contado a Nilo no era diferente a la del resto de aficionados con grandes aspiraciones; en cambio, sus ojos poseían un brillo especial que le auguraba un buen futuro. Nilo supo que llegaría a lo más alto con el intercambio de apenas un par de palabras.
Pensó que sería buena idea pedirle al chico que agradara al resto de pasajeros con alguna de sus canciones, a lo que él se dispuso encantado. La primera cuerda vibró y las miradas de todos se dirigieron al músico de inmediato. El sonido de su instrumento en conjunto con el de su voz destensó el ambiente del metro, creando una nueva atmósfera de calma y admiración. Al terminar, la mujer embarazada –ya algo más sosegada– le comentó al artista que tenía la impresión de haber escuchado ya esa canción y, tras unos minutos tratando de recordar la situación en la que lo hizo, ¡resultó que el propio hijo de aquella mujer era fan del músico!Por lo que se ve, le había oído tararearla en más de una ocasión, pues el joven cantautor solía publicar sus temas en internet. Nilo se sorprendió ante la casualidad, pero el asombro fue aún mayor cuando ella mencionó el nombre de su hijo y una muchacha interrumpió la conversación para afirmar que le conocía, pues era su profesora en la escuela. Esa chica no parecía tener un buen día a juzgar por su ojos afligidos, pero pese a todo, trató de esbozar su mejor sonrisa para causarle una buena impresión a la madre de su alumno.
El tren llevaba ya mucho tiempo detenido y las personas habían comenzado a hablar entre sí para mitigar el aburrimiento. Incluso la anciana había despegado la mirada del libro que tan entretenida la tenía, uniéndose también al coloquio. Ella contribuía con su sabiduría a la conversación, reflejando en sus palabras la experiencia de una larga vida y mostrando una gran sensibilidad. Discretamente, le preguntó a la chica si se encontraba bien. Sabía perfectamente reconocer un rostro lánguido y así interpretaba el de ella. Al principio, la chica se resistió, pero finalmente le contó con timidez a la mujer mayor el motivo detrás de su ánimo decaído ese día. Su pareja y ella habían roto recientemente y sólo estaba recordando algún que otro momento de los muchos que disfrutaron juntos. Ella era consciente de que ocurrió lo que ambos necesitaban, pero le dolió el haberse convertido en meros extraños después de todo. Extraños con un pasado común. Extraños como quienes la acompañaban en ese metro averiado; como la mujer mayor con la que hablaba y en quien buscaba consuelo. Desde la altura de la edad se veía todo con claridad. La anciana ya pasó por algo similar, y no había sido la primera ni la última; pero una cosa sabía con certeza, y es que no lo habían vivido igual. Quizás no encontraba el modo de ayudarla por falta de contexto o por el desconocimiento de su situación, pero podía hablarle desde la experiencia sin mucho que ofrecer. “Ahora sientes el vacío que esa personas a la que tanto amaste causó tras su marcha, pero a largo plazo te darás cuenta de que fue una buena decisión dejarla ir. Vuestros caminos se unieron durante un tiempo, aprendiendo mientras tanto el uno del otro. Finalmente, el sendero se dividió, abriendo puertas hacia nuevas experiencias que no tardarán en convertirse en anécdotas. Piensa en todos los que están aquí contigo, ¿crees que ninguno de ellos ha sabido continuar con su vida después de los baches que ésta les arrojó? Todos se encuentran aquí. Muchos conversando, otros molestos por la tardanza… pero todos estamos junto a ti, enlazados entre nosotros por un fino hilo que nos une como humanos que somos. Eres la profesora de un niño al que su madre mencionó por casualidad, ¿no te hace pensar eso que quizás el mundo es más pequeño de lo que imaginabas? No llores, cariño, por esa persona a la que te duele recordar. ¡El destino no es tan necio como para impedir que os volváis a encontrar!”
En el momento en el que la señora terminó de pronunciar esas palabras, el metro al fin continuó con su marcha. Todos suspiraron aliviados, algunos incluso aplaudieron.
La muchacha con la que la anciana había conversado le había agradecido la dedicación de sus palabras, le había ayudado a comprender algo mejor por lo que estaba pasando. Ella, por su parte, sonrió y, como si nada hubiera ocurrido, volvió a sumergirse entre las páginas de su libro.
El metro llegó a la siguiente estación con velocidad y curiosamente, muchos se despidieron del resto, como si en la media hora que estuvieron parados hubieran tejido entre ellos una inquebrantable red de fraternidad.
La chica se bajó allí, diciendo adiós tanto a la madre de su alumno como a la señora que le ayudó, quien le dedicó una liviana sonrisa mientras la miraba por última vez. Llegó al colegio donde impartía clases, saludó con cordialidad al resto de profesores y comenzó a preparar la siguiente lección.
El joven músico tardó un par de paradas más en bajarse del metro con la intención de sentarse a tocar en el primer espacio que viera libre. Sin embargo, antes de que eso ocurriera, alguien le dio unos toques en el hombro para captar su atención. Era un hombre de buena presencia, el dueño de un restaurante de la ciudad. Éste había escuchado su canción y se preguntaba si podría interpretarla en su local alguna vez. El muchacho, entusiasmado, no dudó en pedirle más información, que fue recibiendo mientras ambos se perdían entre la multitud de una estación céntrica durante hora punta.
La mujer embarazada se bajó poco después. Llegaba tarde a la cita con su médico, pero pronto estaría allí para asegurarse de que todo funcionaba correctamente dentro de ella. En cambio, no pudo llegar por sí misma a la consulta, ¡rompió aguas según salió del vagón!Inmediatamente se le brindó la ayuda necesaria y pudo dar a luz horas después bajo el techo de un buen hospital.
Finalmente, Nilo llegó a su parada. La mayoría de personas que se hallaban en el metro cuando él entró se habían intercambiado por otras. Sentía que ya no estaba en el mismo lugar que hacía unos minutos. Se preguntaba cómo continuarían su día todos los que estuvieron allí. ¿Qué habría sido de la joven profesora? ¿Y del músico feliz? ¿Y de la anciana que leía? ¿Y del hombre desaliñado que hablaba sobre el fin del mundo? Y, y, y… A Nilo no dejaban de ocurrírsele mil desenlaces interesantes para cada uno de ellos, aunque supiera de sobra que no los volvería a ver. Él se bajó en su correspondiente parada e inició su recorrido hasta llegar al trabajo, pero antes de entrar, se lo pensó un par de veces. Su jefe no iba a responder de buena manera a su retraso y precisamente ese día de la semana, el trabajo de Nilo era prescindible en la oficina. Decidió tomarse el día libre sin conocer las consecuencias a las que se enfrentaría el siguiente día, pero no deseaba hundirse de nuevo en la rutina después de la inusual situación que presenció. Pensó en pasear por el parque, tomar un café al sol… Disfrutar de la gente y sus costumbres, de la vida en general. Pese a las diferencias culturales, de género, de edad u origen; si algo distingue a las personas del resto de animales es su humanidad. Todos tienen su historia de vida, llena de alegría y aflicción, de éxitos y fracasos, de amor y pérdida… y todas merecen una página en el libro abierto que es el mundo. Nilo también quería un lugar.
Me encanta este texto