El ruedo, ardiente, aguardaba a los adversarios.
Al son del murmullo expectante de la multitud, el torero dio sus primeros pasos. La música vibraba en el aire; la entrada del toro había sido anunciada. Éste, coloso y poderoso, del color de la obsidiana, se presentó ante el público con un feroz bramido.
Con el mismo ímpetu que el animal, el gentío rugió impaciente por descubrir el fatídico desenlace del duelo, cuyo final estaba ya predestinado. El cielo era celeste, pero el aire que se respiraba en el ambiente se tiñó de un rojo que simbolizaba todo aquello que el humano siempre quiso reprimir. Se podía oler el rojo del sufrimiento, de la sangre, de la pasión incontrolable… El rojo de la furia, de la fuerza, de la violencia y la advertencia. Finalmente el torero puso fin a la faena con una estocada certera. La gente estalló en ovación. Un falso triunfo recaía sobre los hombros del matador, quien presumía de su victoria como si ésta no fuera de igual forma una derrota. Pero ningún ojo espectador fue capaz de verlo de esa manera. De todos modos, no era la primera vez que el hombre encontraba inspiración en el dolor ajeno.