¿No son los aeropuertos lugares extraordinarios? Más allá de sus imponentes cristaleras y sus estructuras de hormigón, estos edificios se erigen como tierra de nadie, como cunas de recuerdos aún por crear. Hay quienes se alzan en vuelo en la búsqueda incansable de sus sueños, mientras otros hallan descanso en las —discutibles— comodidades de su terminal. Nadie sabe quién es quién, pero muchos no dudan en socializar, pues allí convergen mil culturas, mil lenguas, mil almas por cada rincón. Hay lágrimas de despedida que se dejan ver en armonía con aquellas sonrisas que se esbozan durante los reencuentros. ¿Quién será ese misterioso lector cuyas manos sostienen mi libro favorito en japonés? ¿Y esa enigmática dama enfundada en su uniforme de azafata? Cuando las aeronaves se elevan y recorren el vasto cielo, uno se siente el dueño del mundo, como si el universo mismo se postrara a sus pies. Quizás en el futuro logre tocar las nubes, o experimentar la lluvia varios metros por debajo de mí. Pero antes de surcar el firmamento, se necesita pasar por el umbral de un aeropuerto, donde tu historia se entrelaza con la de muchos otros, y el tiempo se pausa durante ese efímero cruce de caminos. ¡Oh, cuántos recuerdos imborrables se han gestado en estos excepcionales edificios!