El suave murmullo de su violonchelo parecía filtrarse a través de los muros de Málaga. Un músico anciano solía frecuentar el pasaje de Chinitas, allá donde el sol sólo cae durante el mediodía. Al despuntar la mañana, no muy temprano, él colocaba con mimo su antigua funda sobre el suelo y, tras tensar el arco con suma delicadeza y afinar con brevedad su instrumento, tocaba y tocaba hasta que su sombrero se llenaba de monedas y los corazones de sus oyentes, de luz. Pero no podía hacer nada de ello sin antes deleitarse con un sombra doble templadito, su café de cada día. Él disfrutaba sumergiéndose en su propia música e impregnando de ella cada baldosa del lugar, las mismas que en algún momento fueron pisadas por tan grandes artistas como lo fueron Lorca, Aleixandre o La Argentinita. El anónimo chelista que ahora interpreta allí se siente parte de esa atmósfera artística que otorga vida al pasaje. Era la unión de cuatro calles inmediatas, así como de mil culturas y personas sin igual.
Pero todo aquel que tenía el privilegio de escuchar al músico tocar, era atravesado por una mágica brisa que les llevaría de nuevo a lo que alguna vez fueron. Una singular anciana que paseaba por el casco antiguo de su ciudad, se topó una vez con ese violonchelista, y con el mero sonido que vibraba a través de ella, el músico fue capaz de transportarla a su niñez. Esa mujer a la que las arrugas ya le recorrían el rostro, se había convertido por un momento en aquella dulce niña que con entusiasmo chapoteaba en la fuente de la plaza de La Constitución.
Del mismo modo, los recuerdos de un primer beso a orillas del Mediterráneo, junto a La Farola, volvieron a la mente de un treintañero malagueño que visitaba su ciudad natal tras haber contraído matrimonio con la mujer de su vida. Y hablando de natalidad, una bonita recién nacida escuchó también la bella melodía de cuerdas a brazos de su madre. Si bien ella aún carecía de una consciencia que le permitiera generar recuerdos, sonrió con ternura cuando la persona que la trajo al mundo se detuvo frente al chelista para escuchar su repertorio completo.
Ese sonido era mágico y envolvente, como lo es la atmósfera malagueña. Un manto celeste cubre diariamente la ciudad de la cultura, y aquel viejo músico, portador de recuerdos, no dudaba en aprovechar cada rayo de sol que aún le quedaba por caer. Él procuraba que nadie olvidara el tacto de la arena de La Malagueta, el olor a sal o el sabor de las sardinas del Alborán. Él, con su música, se aseguraba de que cada persona que le escuchara, si alguna vez volviera a oír una obra similar, se sintiera más unida que nunca a su esencia.