Aurora no reconocía el pueblo en el que se hallaba. La neblina que la envolvía le impedía ver más allá de unos cuantos metros. Cada paso que daba resonaba en el espeso silencio que la rodeaba. Bajo sus pies se extendía una angosta calle adoquinada, en cuyas aceras se erigían casas antiguas, no muy altas, que parecían retazos de un pasado olvidado. Al final de la callejuela, destacaba una pequeña tienda de antigüedades que de inmediato captó la atención de Aurora. Fue como si un susurro la llamara desde el otro lado del callejón.
Movida por la curiosidad, Aurora cruzó el umbral y se quedó absorta ante la singular belleza de todos los objetos que la observaban desde cientos de estantes polvorientos. Y allí, entre aquella amalgama de reliquias, reposaba un reloj de sobremesa en el que Aurora no pudo evitar fijarse. Tras cerciorarse de la ausencia de personal alguno en la tienda, agarró el reloj entre sus manos y lo miró con detenimiento. Su estructura de madera oscura irradiaba una elegancia atemporal, pero sus manecillas doradas no llegaban a marcar los segundos con su tic-tac. Aurora decidió darle cuerda, pues el reloj parecía haberse congelado con su presencia. Pero según giró la llave, la mujer, inintencionadamente, transportó su conciencia a cierto momento de su niñez que de pronto, volvió a recordar vívidamente. Un escalofrío recorrió su espalda al sentir de nuevo esa familiaridad. Se veía a sí misma saltando a la comba en el patio de la casa en la que creció. Su prima María se encontraba junto a ella, canturreando una pegadiza melodía que la ayudaba a contar sus saltos. Un olor a estofado impregnaba la escena, pues su abuela llevaba cocinando toda la mañana, y las niñas se morían por probarlo. Cada detalle se desplegó ante Aurora con una claridad sorprendente, desde los vibrantes colores hasta la irritante voz de María. Sin embargo, abruptamente, Aurora volvió a la realidad. Se sentía algo cansada, como si portara un leve peso sobre sus hombros. No comprendía por qué había tenido esa visión, pero quería volver a sentirla. De reojo, se percató de la presencia de un gran espejo de marco plateado e inconscientemente se giró para mirarse en él. Tardó un par de segundos en reconocerse. Podía notar líneas en su rostro que juraba que no tenía antes de llegar, pero no era momento de darles importancia. Volvió a darle cuerda al reloj en busca de otra experiencia igual y, sin duda, se pudo satisfacer.
Esta vez, se vio cumpliendo diez años. Su familia estaba bañada por el sol de media tarde, y su madre, que cortaba la tarta, era tan hermosa que bien podría ser una actriz de cine. Una actriz que actuaba en una película cuya banda sonora eran las risas que resonaban en el aire; en una cuyo escenario era el recuerdo de un jardín empapado de inocencia y libertad en el que el tiempo corría con despreocupación.
Pero Aurora volvió repentinamente a la tienda de antigüedades, esta vez más exhausta que la anterior. Cuando miró de nuevo su reflejo, fue invadida por una abrumadora sensación que no la dejó indiferente. Su cabello se había tornado grisáceo, y había notables arrugas marcando su rostro, como surcos tallados por el tiempo sobre una piel antes tersa. Se le escapó de los labios un suspiro cargado de sorpresa y pesar, la imagen que el espejo le devolvía no parecía ser la de su yo. Pero eso no le impidió volver a intentarlo. La mera idea de olvidarse de su pasado la aterrorizaba tanto que, sin quererlo, descuidó demasiado su presente.
Aurora volvió a girar la manivela y, por última vez, se volvió a ver a sí misma. En esta ocasión, la niña que Aurora fue se encontraba con su padre en su taller. Una montaña de serrín cubría el suelo desgastado, decenas de herramientas decoraban las paredes y un gran banco de trabajo de roble protagonizaba la sala, en donde Aurora y su padre no solo crearon artesanías de madera, sino todo un álbum de recuerdos que permanecerían eternamente arraigados en ambos.
El regreso a la tienda fue incluso más brusco que los dos previos. Aurora estaba desorientada. No sabía bien por qué se hallaba en dicho lugar, no sabía bien por qué sostenía aquel reloj entre sus manos. Su mirada se chocó con la de su reflejo, que revelaba ya un envejecimiento patente. Sus ojos ya no emanaban el brillo intenso que alguna vez pudieron custodiar; y sus
piernas, temblorosas, hacían un vigoroso esfuerzo por mantenerse en pie. Aquella persona con la que se había encontrado en el cristal le resultaba familiar, pero Aurora ya no era consciente de que se trataba de ella misma. O quizás, simplemente, no quería verlo. Decidió salir del establecimiento, ya había sido suficiente. La niebla del exterior era aún más espesa que cuando entró, y su opacidad obstaculizaba su visión, obligándola a cerrar los ojos cada vez más, cada vez más…
La luz matutina se filtraba a través de las cortinas entreabiertas mientras Aurora se despertaba abriendo sus ojos lentamente. Una habitación desconocida se revelaba a su alrededor poco a poco. Desde la penumbra, una figura borrosa se movía hacia ella. Era una mujer cuyo rostro se desdibujaba en su memoria, pero su voz sonaba reconfortante.
–¿Cómo te encuentras hoy, mamá? –preguntó, intentando conectar a Aurora con una realidad que apenas podía percibir.
Ella parpadeó intentando enfocar la imagen, pero no terminaba de asociarla con nadie conocido.
–El reloj… –susurró Aurora con esfuerzo, tratando de revivir la efímera sensación de su niñez, que se desvanecía por momentos.
La mujer sonrió con tristeza, negando con la cabeza.
–Mamá, ya hemos hablado sobre esto. Deja de preocuparte por ese reloj, ¡ahora estoy aquí contigo!
Aurora estaba cansada, desenlazada de la realidad a la que aquella mujer quería unirla mediante un fino hilo. Pero luchó por volver a ella, y en su mente aún pudo resplandecer un pequeño rincón de lucidez.
–Tienes razón, hija. Gracias.