Los nervios corrían por mi cuerpo como electricidad. A mis dieciocho años de edad, nunca había surcado el cielo en avión. Me sentía independiente, como si pisar el aeropuerto hubiera significado cruzar el puente que separaba mi adolescencia de la temida edad adulta. Estaba sola, a punto de despegar, y en breve me encontraría a kilómetros de distancia de todo aquel a quien alguna vez amé. Aún no sé por qué me hallo en este vuelo, cuyo destino conocí hace apenas unas horas. Todo ha ocurrido tan deprisa… Pero confío en que no me arrepentiré, y en que el viaje que me espera se adherirá a mis memorias como el sol a la mañana.
Hace unas semanas que terminé bachillerato. Mi vida hasta entonces únicamente estaba dotada del sentido que mis estudios le daban. La biblioteca prácticamente se había convertido en mi vivienda y diariamente acudía allí con una salud mental cada vez más precaria. Sin embargo, pese a todo el esfuerzo, mi nota en selectividad no fue lo suficientemente alta como para poder ingresar a la carrera con la que sueño desde que tengo consciencia. Siempre me proyecté delante de una pizarra repleta de signos y números, aplicando la lógica para descifrar el funcionamiento del mundo al que pertenezco. Pero esta fantasía se desvaneció en cuanto mi calificación no alcanzó la cifra deseada. Me siento desorientada y, buscar una dirección en la que encarrilar mi vida me es en vano. Es como tratar de utilizar una brújula en la luna. Por ello, decidí embarcarme en este viaje. Tan solo quiero aprender, conocer nuevas culturas, algo a lo que poder aferrarme en estos momentos de desmotivación. Quisiera encontrar gente con la que compartir la experiencia, o incluso hacer nuevos amigos que enriquezcan mi vida. No busco más que crecer como persona.
El asiento que a mi lado se encontraba fue ocupado por una mujer de mediana edad. Al principio no le presté demasiada atención, pero pronto me percaté de una característica que la diferenciaba del resto de pasajeros del avión. Su expresión reflejaba cierta tensión y su iris carecía de color. En lugar de eso, su mirada blanquecina se perdía en la nada, pues no tenía ningún estímulo visual. Era invidente. Pese a ello, su expresión denotaba una genuina felicidad que invitaba a hablar con ella; pero no hizo falta que yo diera el primer paso. La mujer se inclinó hacia mí y me preguntó con suavidad: “¿A qué se debe tanto nerviosismo? ¿Es la primera vez que vuelas en avión?”. Su tono de voz era reconfortante y sus palabras reflejaban empatía. Me pregunto cómo se habrá percatado de mi estado, ¿tan notable era el ansioso movimiento de mi pierna? Los motores del avión ronroneaban, podía sentir las vibraciones en el suelo. Respondí a su pregunta con timidez: “Sí, nunca antes había salido del país”. La aeronave comenzó a desplazarse con velocidad sobre la pista y la fuerza me empujaba hacia atrás en el asiento. Pronto, el avión empezó a subir, y el paisaje que observaba desde la ventanilla parecía desplazarse según la nave ganaba altura. Fue entonces cuando ella me preguntó
acerca de lo que veía. Me sentí incluso culpable por estar disfrutando del momento, pues a ella le era imposible vivirlo del mismo modo que yo. No pude hacer más que contarle con detalle todo lo que podía vislumbrar. ¡Al menos ella sí podía experimentar las sensaciones!
Los primeros rayos de sol se asomaron tímidamente en el horizonte, iluminando el cielo de bellos tonos rosados, amarillos y anaranjados. La vista era impresionante. Las nubes se asemejaban a un océano de algodón, mientras que las montañas y los valles destacaban en el paisaje. A medida que el sol se elevaba, los colores del cielo se intensificaban, creando un espectáculo digno de admirar. La luz se filtraba por las nubes, dando lugar a sombras que danzaban constantemente. El panorama extendido bajo el avión comenzó a cobrar vida, revelando detalles que antes eran invisibles. Fue un momento único, lleno de belleza y serenidad, que sé que permanecerá grabado en mi memoria por una infinidad de tiempo.
A lo largo del trayecto mantuvimos una tranquila conversación en la que ella me contó lo que le había traído hasta ese vuelo. Tuvo que comprar el billete urgentemente, ya que su hija, quien se había mudado hacía no mucho, había dado a luz a su primer hijo. Ambas habíamos decidido viajar de última hora: yo necesitaba cambiar de aires, y en un momento de crisis existencial pensé que sería buena idea despejarme así; por su parte, ella fue movida por el amor hacia su nueva nieta. No había tenido tiempo para buscar a alguien que la ayudara a viajar, por lo que se vio obligada a ir ayudándose de gente amable que fue encontrando durante su recorrido. Sentí una gran admiración por su valentía, ya que a pesar de su discapacidad no se dejó vencer por las adversidades y siguió adelante con sus planes.
El avión aterrizó pasadas unas horas y yo aún no sabía con exactitud a dónde debía ir. La mujer, cuyo nombre era Esperanza, me pidió ayuda durante el desembarque, la recogida de maletas y algún que otro trámite más. Sentía que no era yo quien la acompañaba a ella, sino que más bien era al revés. Me parecía fascinante cómo su mente se abre a un mundo de percepciones diferentes, en el que la oscuridad no es una limitación sino una oportunidad para explorar con el resto de sus sentidos. Digamos que tenía… una bonita mirada interior.
Finalmente, pude decir que pisé al fin el suelo de otro país. Grecia se abrió ante mí cuando salí del aeropuerto junto a Esperanza. El olor, los sonidos e incluso el aire eran diferentes. Mi nueva amiga lo notaba más que nadie. ¿Qué mejor lugar que la cuna de la civilización occidental para encontrarme a mí misma? Tenía mi hotel ya reservado, pero opté por antes acompañar a Esperanza al hogar en el que le esperaba el pequeño nuevo integrante de su familia. No quería despedirme de ella, tenía la sensación de que necesitaba que la protegieran; pero realmente la única persona que necesitaba sentirse protegida era yo. Sin embargo, a ella pareció agradarle la idea de tener a una acompañante. Tras una llamada a mis padres para comunicarles que todo iba correctamente, Esperanza y yo nos subimos juntas a un taxi que nos llevaría a su destino. Quizás no podía contemplar la belleza del
paisaje que tan absorta me tenía, pero siempre podía sentir los rayos de sol que le caían sobre el rostro tanto como la brisa marina que jugaba con su cabello. Le narré lo que podía ver por cada kilómetro que el taxi recorría. La vista bien podría ser un cuadro impresionista: un mar azul intenso que se extiende hacia el horizonte, rodeando montañas cubiertas de una exuberante vegetación. A medida que el taxi se adentraba en el paisaje, podía distinguir pequeñas casitas blancas con techos rojos dispersas por las laderas de las colinas, y más allá, la silueta de la imponente Acrópolis, que se yergue majestuosa en el centro de Atenas. Era una postal perfecta que me dejaba sin aliento.
El vehículo no tardó demasiado en estacionarse frente a la puerta de un pequeño edificio a las afueras de la ciudad. Mi hotel se encontraba justamente en la dirección opuesta, pero había merecido la pena llegar hasta aquí con tal de acompañar a Esperanza. Emprendí este viaje con la intención de adquirir conocimientos culturales, y no niego que en los próximos días lo haga; pero ahora me llevo algo más importante: una nueva amiga y la consciencia de la magnitud del mundo al que pertenezco, así como de la fortaleza y la perseverancia de Esperanza. De su perspectiva única de la vida. Por su parte, ella afirma haber aprendido sobre la juventud, sobre esa energía que tanto me caracteriza y cómo a veces es necesario tomarse un tiempo para disfrutar de la tan efímera vida y escapar de las presiones cotidianas.
Con cuidado, le ayudé a bajarse del taxi y a mostrarle dónde se encontraba el portal. Su hija ya estaba avisada y no tardaría en acudir a por su madre. Yo no sabía cómo despedirme, pero ella me agarró la mano y supo encontrar las palabras adecuadas: “Gracias por haber sido mi guía durante estas últimas horas. Te deseo lo mejor en tu vida, ¡y espero que jamás pierdas el coraje de hacer siempre lo que te haga feliz!” Conmovida, le di un cálido abrazo antes de entrar de nuevo al coche y que este arrancara de nuevo.
El taxi se aleja poco a poco de donde se encuentra Esperanza con sus maletas y su bastón, y yo trato de no perderla de vista hasta que me sea inevitable. La puerta del portal se abre y de ella sale una joven mujer con un bebé en brazos. En cuanto Esperanza percibe su presencia, una sonrisa radiante surge en su rostro y ambas mujeres se funden en un largo abrazo.
El taxi se ha alejado lo suficiente, ya no puedo verlas. El cielo se ha teñido de tonos cálidos y el sol ya ha comenzado su descenso. La luz se desvanece gradualmente, como una lluvia de polvo dorado que cae del firmamento. Poco a poco, el aire se torna fresco, susurrando un adiós al día y dándole la bienvenida a la noche. Huele a verano. Huele a libertad.
El viaje no ha hecho más que empezar.