Noviembre de 1918
Recuerdo la extraña sensación que me invadía al no oír más que silencio donde una vez resonaron alaridos. Avanzar por el terreno no era tarea fácil, pues mis botas se hundían en el fango, empapado por el llanto de las nubes que lloraban la tragedia, como si las viscosas manos de la tierra ansiaran llevarse consigo otro soldado más.
El alto al fuego se nos había comunicado apenas varios días atrás, y los escasos hombres que seguíamos en pie tras la carnicería a la que fuimos sometidos durante la guerra nos dedicábamos a recoger y contabilizar cuerpos; a despojar de humanidad a todas aquellas almas que, víctimas de la crueldad de sus iguales, perecieron sobre el escenario de una tierra desolada.
Quinientos cuarenta y seis, quinientos cuarenta y siete… ¿todos estos números dijeron llamarse alguna vez “humanos”? Me revolvía el estómago pensar que la persona que en aquel momento yacía bajo mis pies, con el rostro desfigurado y repleto de restos de metralla, pudo un día sentir como siento yo –aunque cada vez estoy más convencido de que he perdido dicha capacidad–. Rió, lloró, amó, murió. Así como las hormigas nacen y viven sirviendo a ciegas, falleciendo exhaustas tras caminar en círculos cuando descuidan a su reina; los soldados cayeron sobre el campo de batalla cuando ya habían perdido el norte, cuando apenas quedaba ya motivo alguno por el que luchar. Sus destinos estuvieron marcados desde el momento en el que se alistaron. Y quizás el mío no haya desembocado en la muerte tal y como ellos la han sufrido, pero estoy seguro de que cualquiera preferiría descansar en paz antes que vivir entre los escombros de un pasado ya irreal. A veces pienso que es este mi purgatorio.
Entre los caídos había chicos jóvenes, adultos, rubios, morenos, con y sin barba, con y sin extremidades. La Parca no dudó ni un segundo al accionar su guadaña sobre ellos. ¿Cómo no pudo apiadarse de unos meros peones?
Me detuve un instante, la cabeza me daba vueltas, el aire olía a crueldad. Intenté dejar que mi mente fluyera, permitiendo que los fantasmas del pasado me atravesaran dejando únicamente el rastro del horror del presente; pero no era capaz de centrarme, no podía seguir avanzando con el yugo de la guerra cernido sobre mi hombros, y cada cadáver que vislumbraba era como un yunque más sobre mi conciencia. Sin embargo, a escasos metros de donde yo me encontraba, un cuerpo en concreto llamó mi atención. Aún reposaba su casco pickelhaube sobre su cabeza, lo que automáticamente le identificaba como alemán. El gris verdoso de su uniforme apenas podía distinguirse del barro que lo cubría casi al completo, y tenía una prominente herida en la parte inferior de su rostro, bajo el mentón, lo que muy probablemente le arrebató la vida. Sin embargo, más allá de una simple lesión de guerra, yo, por algún inescrutable motivo, veía en él una increíble belleza. Me arrodillé junto a él, observando con aflicción las marcas en su semblante, pero ni la sangre coagulada ni la palidez de su rostro podían ocultar la serenidad que le acompañó durante su último suspiro. Con delicadeza, aparté un mechón de cabello claro que caía sobre la frente del soldado, revelando su rostro en su totalidad. Me encontré a mí mismo contemplándole con una mezcla de tristeza y fascinación. ¿Cómo podía alguien ser tan hermoso incluso en la muerte?
Cuando me dispuse a levantarme y a seguir con mi trabajo, me vi frenado por algo que vislumbré entre los dedos del caído. Su mano derecha reposaba junto a su pecho, y en ella sostenía un sobre abierto. Con todo el respeto que un hombre puede presentar ante un muerto, agarré el sobre con curiosidad y, tras restregar la tierra con la que estaba manchado, pude leer una dirección. Hampstead, Londres. En su interior se hallaba un papel doblado que, con las manos temblorosas, desplegué cuidadosamente. En la hoja había escrita una carta cuya caligrafía, si bien borrosa por la humedad, era legible.
“Querido amor:
No sé cuántas eternidades han de pasar antes de que nuestras miradas vuelvan a coincidir la una frente a la otra. Antes de que tu calor vuelva a ser mi resguardo durante cada amanecer, y tu sonrisa la única certeza de que el día que está por venir aún posee una pizca de esperanza. Quizás el tiempo y la distancia son un muro elevado entre nosotros, pero el recuerdo de un amor sincero, la promesa de volverte a ver, son suficientes como para derribarlos, pues la guerra nos mantiene separados, pero ni la más cruel de las batallas podrá jamás romper dos almas unidas trascendentalmente.
No son las trincheras mi refugio frente a la tempestad, sino tú. En medio del fragor de la guerra, la imagen mental de tu rostro es la que me mantiene fuerte. Cuando cierro los ojos solo veo tu figura; y escucho tu risa, y noto el tacto de los vellos erizados de tu piel a causa del frío londinense. Pero yo soy tu abrigo y tú mi ancla en este océano de incertidumbre. Entonces me robas el aliento y vuelvo a la brutalidad de la realidad. Espero con ansias el día en el que cuando abra los ojos pueda encontrarte a mi lado de nuevo. Creo que el momento no está demasiado lejos. Dicen que pronto se firmará un armisticio. Quizás entonces pueda volver contigo a Londres. Hasta entonces, tu recuerdo perdurará inalterable en mi memoria.
Pase lo que pase, te quiero, e incluso si Dios decide llevarme con él antes de que esta pesadilla acabe, mi amor por ti permanecerá incluso más allá de la muerte.
Siempre tuyo,
Otto”
No pude sentir algo más que compasión cuando terminé de leer la carta. ¿Cómo alguien, con la muerte acechando en cada esquina, podía mantener así de viva la llama del amor? Todo en él me despertaba calidez, una extraña cercanía que me impedía continuar indiferente. Movido por la cercanía que me inspiró, pensé que quizás podría hacer que el horror que Otto había vivido, no hubiera sido en vano. Londres es siempre un destino acertado, y la dirección que figuraba en el sobre estaba clara. Puede que al apropiarme del sentido de la vida de otro, podría descubrir el mío propio.
Me alojaba en un hospital en la retaguardia desde que finalizó la guerra, pues aún estaban tratándome lesiones físicas. Dicen que el último traumatismo también me generó secuelas psicológicas, pero consideraba que ya estaba prácticamente recuperado. En varias semanas acabaría mi cometido allí, y quizás entonces podría rendir honor a este tal Otto. Quisiera conocer a la joven a la que va dirigida la carta, debió de ser la mujer más afortunada de la Tierra. Juraría que nunca nadie me amó así.
Enero de 1919
El tren salió de la estación con un estruendo, arrastrando consigo el bullicio de la multitud que quedaba atrás. Mientras las ruedas chirriaban contra los rieles, el paisaje comenzó a desplegarse ante mí. A través de la ventanilla, los campos se encontraban devastados, pero podía percibirse un ligero intento de la hierba por volver a ser verdes. Los pueblos adormecidos pasaban velozmente, como si el mundo mismo estuviera en movimiento hacia un destino desconocido. Con cada kilómetro que dejaba atrás, encontraba un nuevo ápice de esperanza que se superponía a la ansiedad que había vivido estos últimos años, sabiendo que cada traqueteo del tren me acercaba un poco más a mi destino en Londres y al cumplimiento de mi misión: entregar esa carta de amor que había sobrevivido a la barbarie de la guerra, como la llama de una vela resplandeciendo en medio de la oscuridad.
Cuando llegué a la estación Victoria sentí una satisfacción indescriptible, temía que las comunicaciones aún estuvieran cortadas, pero noté cierto alivio cuando llegué a Londres y la ciudad no se alzaba sobre mí completamente en ruinas. Al menos contaba con el –falso– consuelo de haber ganado la guerra. Pronto Gran Bretaña resurgiría de sus cenizas.
Con paso firme salí de la estación, pero no tardé en dejar que la corriente de gente me arrastrara hasta desembocar en una calle algo más tranquila. De pronto, una extraña sensación de familiaridad me nubló la mente. Sabía que ya había estado allí, quizás a principios de la guerra, o puede que antes, mucho antes, pero no conseguía ubicar en mi memoria el momento exacto en el que aquello tuvo lugar. Los edificios de ladrillo visto, las voces murmurantes de los transeúntes… todo ello parecía resonar en mi memoria, pero apenas se manifestaba como una mera reminiscencia.
Pregunté a una joven dama acerca de la dirección escrita en el sobre de aquel soldado, pero no supo indicarme más que un par de calles en dirección a Hampstead. Unos transeúntes me miraban con recelo cuando trataba de hallar respuesta en ellos, otros simplemente me ignoraban. Pero finalmente, cuando, tras andar durante un buen rato, llegué a la zona de Hampstead, algo se agitó en mi interior. No lo lograba identificar, era tan solo una profunda e inefable impresión.
De un momento a otro, me tambaleé ligeramente y me senté como pude en un banco, víctima de un habitual mareo que me acechaba frecuentemente desde que la guerra finalizó. Me desorienté, mis pensamientos se mezclaban en un torbellino confuso, había imágenes, puede que olores, que se agolpaban fragmentados en mi mente. Creí estar reviviendo un sueño recurrente del que no podía escapar. ¿Qué hacía allí? ¿Por qué había ido? Debería estar ahora con mi familia, pero no sabría bien dónde ni a quién buscar. Ni una mísera carta llegó a mis manos durante las últimas contiendas. Tampoco cuando tuvieron lugar las primeras. Tal vez nunca las merecí. ¿Se habrían olvidado de mí? O peor aún, ¿yo me habría olvidado de ellos? Perdí la cuenta de los años que estuve luchando. En la guerra y en la vida. ¿Quién soy yo? No lo tengo claro. Un soldado, supongo. ¿Pero solo uno más? ¿Uno al que Dios no le ha permitido numerificarse? ¿Quién fui antes de que la masacre comenzara en el catorce? ¿Acaso había tenido infancia alguna vez? ¿Inocencia antes de que los tanques la apisonara? Ya no sé si morí en batalla, o si morí cuando algunos de mis compañeros murieron entre mis brazos, o sí morí o no morí en realidad. Pero llevaba un sobre en el bolsillo dirigido a alguien sin nombre, proveniente de alguien con uno, que hubiera deseado que llegara a su destinataria.
Cerré los ojos con la intención de despejar mi mente durante unos instantes, pero acabé quedándome dormido en aquel banco degradado. No sé cuánto tiempo transcurrió hasta que me desadormecí a causa de las gotas que el inconfundible cielo londinense dejó caer sobre la ciudad. Cuando levanté la mirada, ciertamente aturdido, me percaté de que las estrellas aún no habían cubierto Londres con su manto, por lo que me apresuré para encontrar definitivamente la casa de aquella persona a la que la carta de Otto iba destinada.
Y entonces, al doblar una esquina, lo vi, como si aquella puerta blanca hubiera gritado mi nombre. El número que coincidía con el del sobre, la calle con su mismo nombre. Creí alguna vez haber soñado con una casa así, cuya fachada de ladrillo rojo estaba cubierta por enredaderas que trepaban por sus paredes. Me sentí por un instante transportado a otro tiempo. Con las manos temblorosas, me acerqué a la puerta y toqué el timbre. El corazón se me iba a salir del pecho mientras esperaba una respuesta. Cada segundo que pasaba me parecía eterno, hasta que finalmente escuché el suave clic de la cerradura y la puerta se abrió ante mí.
Una joven señorita se dejó ver, cabizbaja, tras el umbral. No tardó en subir la mirada y, en cuanto me vio, sus ojos y su boca se abrieron con asombro. Por un instante, pareció como si el tiempo se detuviera mientras nos mirábamos el uno al otro, como si ambos estuviéramos atrapados en un momento suspendido en el tiempo.
–¡Roger! –exclamó ella justo antes de hundirme en un fortísimo e inesperado abrazo– Pensé que nunca volverías. Te daba por muerto. ¿Dónde has estado?
No sabía de lo que me hablaba, no era consciente de frente a quién me hallaba. Sin embargo, creo que soy Roger. ¿Por qué sentía que a mí me faltaba información?
–Creo que esto es para usted –añadí sin darle importancia a sus palabras, extendiéndole el sobre con apatía.
Ella lo agarró y, sin decir una palabra, leyó su contenido. Apenas unos segundos más tarde, dejó caer varias lágrimas sobre el papel.
–Roger… –musitó la muchacha mientras me apuntaba con sus ojos cristalinos– Este mensaje no me pertenece a mí. Te pertenece a tí. ¿De dónde lo has sacado?
Y fue entonces, cuando algo en mi interior encajó al fin. Otto, mi Otto. Aquel encuentro casual en Berlín, aquel viaje esporádico a Londres, aquella escapada de 1912, aquella caricia de 1913, aquella despedida en 1915, aquel último “te quiero» apenas meses después. Todo se desplegó en mi memoria tras haber sido reprimido durante años, tras haber sido cubierto de dolor y más dolor para sanar precisamente el que me provocó su ausencia. Él me dejó aquí, en mi hogar, con mi hermana, pero yo no pude dejarle morir solo por una patria por la que no valía la pena luchar. Yo jamás quise abandonarle, pero menos aún deseé luchar contra él.
Caí arrodillado sobre el felpudo húmedo, y no hice más que pedir disculpas con agonía mientras mi hermana me abrazaba y trataba de calmarme. Pero si me encontraba allí en aquel preciso instante, tras haberme encontrado perdido en mí mismo durante años, es porque de alguna manera, Otto así lo quiso. Llamadlo destino, milagro quizás. Pero era momento de dejar la guerra atrás y encontrar la paz en quien alguna vez fuimos, en la promesa de lo que podríamos haber sido. Ahora debía enfrentarme a la verdad que me obligué a olvidar, pues un amor no desaparece cuando arrebatan una vida, sino cuando se extingue una memoria.